El Vaticano informó que el Pontíifice recibió al Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos, Cardenal Angelo Amato, y aprobó la promulgación del decreto que reconoce “el milagro atribuido a la intercesión del Beato Francisco Marto, nacido el 11 de junio de 1908 y muerto el 4 de abril de 1919, y de la Beata Jacinta Marto, nacida el 11 de marzo de 1910 y muerta el 20 de febrero de 1920”.
El milagro que permitirá la canonización de ambos pastorcitos es la curación de un niño brasileño.
Los hermanos Francisco y Jacinta fueron beatificados en el año 2000 por el Papa San Juan Pablo II.
Junto con su prima Lucía, fueron testigos de las apariciones de la Virgen María en Cova de Iría, en Fátima, entre mayo y octubre de 1917. Francisco tenía nueve años, Jacinta siete y Lucía diez.
En total, la Virgen se les apareció 6 veces. En la tercera aparición, el 13 de julio, la Virgen les reveló el Secreto de Fátima. Según las crónicas, Lucía se puso pálida y gritó de miedo llamando a la Virgen por su nombre. Hubo un trueno, y la visión terminó.
Durante el período de tiempo en que se produjeron las apariciones, los tres niños tuvieron que hacer frente a las incomprensiones de sus familias y vecinos, y a la persecución del gobierno portugués, profundamente anticlerical. Pero aceptaron esas dificultades con fe y valentía: “Si nos matan, no importa. Vamos al cielo”, decían.
Tras las apariciones, los tres pastorcitos siguieron su vida normal, hasta la muerte de Francisco y Jacinta.
Francisco mostró un espíritu de amor y reparación para con Dios ofendido, a pesar de su vida tan corta. Su gran preocupación era “consolar a Nuestro Señor”. Pasaba horas pensando en Dios, por lo que siempre fue considerado como un contemplativo.
Su precoz vocación de eremita fue reconocida en el decreto de heroicidad de virtudes, según el cual después de las apariciones “se escondía detrás de los árboles para rezar solo; otras veces subía a los lugares más elevados y solitarios y ahí se entregaba a la oración tan intensamente que no oía las voces de los que lo llamaban”.
La vida de Jacinta se caracterizó por el Espíritu de sacrificio, el amor al Corazón de María, al Santo Padre y a los pecadores. Llevada por la preocupación de la salvación de los pecadores y del desagravio al Corazón Inmaculado de María, de todo ofrecía un sacrificio a Dios.