MEDELLÍN, 09 Sep. 17 / 11:35 am (ACI).- En su primer evento en Medellín, una ciudad conocida por su profunda fe católica, el Papa Francisco preside una Misa en cuya homilía propone tres actitudes fundamentales para el discipulado cristiano.
A continuación, la homilía completa del Santo Padre en el aeropuerto Enrique Olaya Herrera, pronunciada ante una multitud de más de un millón de personas:
“La vida cristiana como discipulado”
Queridos hermanos y hermanas:
En la misa del jueves en Bogotá escuchábamos el llamado de Jesús a sus primeros discípulos; esta parte del Evangelio de Lucas que comenzó con aquella narración, culmina con el llamado a los Doce.
¿Qué recuerdan los evangelistas entre ambos acontecimientos? Que este camino de seguimiento supuso en los primeros seguidores de Jesús mucho esfuerzo de purificación. Algunos preceptos, prohibiciones y mandatos los hacían sentir seguros; cumplir con determinadas prácticas y ritos los dispensaba de una inquietud, la inquietud de preguntarse: ¿Qué es lo que le agrada a nuestro Dios? Jesús, el Señor, les señala que cumplir es caminar detrás de Él, y que ese caminar lo ponía frente a leprosos, paralíticos, pecadores.
Esas realidades demandaban mucho más que una receta o una norma establecida. Aprendieron que ir detrás de Jesús supone otras prioridades, otras consideraciones para servir a Dios. Para el Señor, también para la primera comunidad, es de suma importancia que quienes nos decimos discípulos no nos aferremos a cierto estilo, a ciertas prácticas que nos acercan más al modo de ser de algunos fariseos de entonces que al de Jesús.
La libertad de Jesús se contrapone con la falta de libertad de los doctores de la ley de aquella época, que estaban paralizados por una interpretación y práctica rigorista de la ley. Jesús no se queda en un cumplimento aparentemente «correcto», Él lleva la ley a su plenitud y por eso quiere ponernos en esa dirección, en ese estilo de seguimiento que supone ir a lo esencial, renovarse e involucrarse.
Son tres actitudes que tenemos que plasmar en nuestra vida de discípulos. Lo primero, ir a lo esencial. No quiere decir «romper con todo» romper con aquello que no se acomoda a nosotros, porque tampoco Jesús vino «a abolir la ley, sino a llevarla a su plenitud» (Mt 5,17); ir a lo esencial es más bien ir a lo profundo, a lo que cuenta y tiene valor para la vida. Jesús enseña que la relación con Dios no puede ser un apego frío a normas y leyes, ni tampoco un cumplimiento de ciertos actos externos que no llevan a un cambio real de vida.
Tampoco nuestro discipulado puede ser motivado simplemente por una costumbre, porque contamos con un certificado de bautismo, sino que debe partir de una viva experiencia de Dios y de su amor.
El discipulado no es algo estático, sino un continuo camino hacia Cristo; no es simplemente el apego a la explicitación de una doctrina, sino la experiencia de la presencia amigable, viva y operante del Señor, un permanente aprendizaje por medio de la escucha de su Palabra.
Y esa palabra, lo hemos escuchado, se nos impone en las necesidades concretas de nuestros hermanos: será el hambre de los más cercanos en el texto proclamado, o la enfermedad en lo que narra Lucas a continuación.
La segunda palabra, renovarse. Como Jesús «zarandeaba» a los doctores de la ley para que salieran de su rigidez, ahora también la Iglesia es «zarandeada» por el Espíritu para que deje sus comodidades y sus apegos. La renovación no nos debe dar miedo. La Iglesia siempre está en renovación —Ecclesia semper reformanda—.
No se renueva a su antojo, sino que lo hace «firme y bien fundada en la fe, sin apartarse de la esperanza transmitida por la Buena Noticia» (Col 1,23). La renovación supone sacrificio y valentía, no para considerarse mejores o más pulcros, sino para responder mejor al llamado del Señor.
El Señor del sábado, la razón de ser de todos nuestros mandatos y prescripciones, nos invita a ponderar lo normativo cuando está en juego el seguimiento; cuando sus llagas abiertas, su clamor de hambre y sed de justicia nos interpelan y nos imponen respuestas nuevas. Y en Colombia hay tantas situaciones que reclaman de los discípulos el estilo de vida de Jesús, particularmente el amor convertido en hechos de no violencia, de reconciliación y de paz.
La tercera palabra, involucrarse, aunque para algunos eso parezca ensuciarse o mancharse. Como David o los suyos que entraron en el Templo porque tenían hambre y los discípulos de Jesús entraron en el sembrado y comieron las espigas, también hoy a nosotros se nos pide crecer en arrojo, en un coraje evangélico que brota de saber que son muchos los que tienen hambre, hambre de Dios.
¡Cuánta gente tiene hambre de Dios!, hambre de dignidad, porque han sido despojados! Y me pregunto si el hambre de Dios de tanta gente quizás no venga porque con nuestras actitudes se la hemos despojado.
Y, como cristianos, ayudar a que se sacien de Dios; no impedirles o prohibirles ese encuentro. Hermanos, la Iglesia no es una aduana, quiere las puertas abiertas porque el corazón de su Dios no está no solo abierto, sino traspasado por el amor que se hizo dolor.
No podemos ser cristianos que alcen continuamente el estandarte de «prohibido el paso», ni considerar que esta parcela es mía, adueñándome de algo que no es absolutamente mío. La Iglesia no es nuestra, hermanos, es de Dios; Él es el dueño del templo y del sembrado; todos tienen cabida, todos son invitados a encontrar aquí y entre nosotros su alimento. Todos, y el que preparó las bodas para su hijo manda a buscar a todos, sanos y fuertes buenos y malos, todos.
Nosotros somos simples «servidores» (cf. Col 1,23) y no podemos ser quienes impidamos ese encuentro con Jesús. Al contrario, Jesús nos pide, como lo hizo con sus discípulos: «Denles ustedes de comer» (Mt 14,16); este es nuestro servicio. Comer el pan de Dios, comer el amor de Dios, comer el pan que nos lleva a sobrevivir también.
Bien entendió Pedro Claver, a quien hoy celebramos en la liturgia y que mañana veneraré en Cartagena. «Esclavo de los negros para siempre» fue su lema de vida, porque comprendió, como discípulo de Jesús, que no podía permanecer indiferente ante el sufrimiento de los más desamparados y ultrajados de su época y que tenía que hacer algo para aliviarlo.
Hermanos y hermanas, la Iglesia en Colombia está llamada a empeñarse con mayor audacia en la formación de discípulos misioneros, así como lo señalamos los obispos reunidos en Aparecida en el año 2007.
Discípulos que sepan ver, juzgar y actuar, como lo proponía aquel documento latinoamericano que nació aquí en estas tierras (cf. Medellín, 1968). Discípulos misioneros que saben ver, sin miopías heredadas; que examinan la realidad desde los ojos y el corazón de Jesús, y desde ahí juzgan.
Y que arriesgan, que actúan, que se comprometen. He venido hasta aquí justamente para confirmarlos en la fe y en la esperanza del Evangelio: manténganse firmes y libres en Cristo, porque toda firmeza en Cristo nos da libertad, de modo que lo reflejen en todo lo que hagan; asuman con todas sus fuerzas el seguimiento de Jesús, conózcanlo, déjense convocar e instruir por Él, búsquenlo en la oración y déjense buscar por Él en la oración, anúncienlo con la mayor alegría posible.
Pidamos a través de la intercesión de nuestra Madre, Nuestra Señora de la Candelaria, que nos acompañe en nuestro camino de discípulos, para que poniendo nuestra vida en Cristo, seamos siempre misioneros que llevemos la luz y la alegría del Evangelio a todas las gentes.