El Papa Francisco continuó este miércoles 27 de febrero en la Audiencia General celebrada en la Plaza de San Pedro con las catequesis sobre el Padre Nuestro. En su enseñanza, el Papa subrayó la importancia de la coherencia entre fe y vida de los cristianos.
“Dios es santo, pero si nosotros, si nuestra vida no es santa se produce una gran incoherencia. La santidad de Dios debe reflejarse en nuestras acciones, en nuestra vida. ‘Yo soy cristiano, Dios es Santo, pero yo hago muchas cosas malas’. No, esto no sirve, esto hace mal, esto escandaliza y no ayuda”.
A continuación, la catequesis completa del Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Parece que el invierno se esté yendo y por eso hemos vuelto a la Plaza. ¡Bienvenidos a la Plaza!
En nuestro itinerario de redescubrimiento de la oración del "Padre Nuestro", hoy profundizaremos la primera de sus siete peticiones, es decir, "santificado sea tu nombre".
Las invocaciones del "Padre Nuestro" son siete, fácilmente divisibles en dos subgrupos. Las tres primeras tienen el "Tú" de Dios Padre en el centro; las otras cuatro tienen en el centro el "nosotros" y nuestras necesidades humanas. En la primera parte, Jesús nos hace entrar en sus deseos, todos dirigidos al Padre: "Santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad"; en la segunda es Él quien entra en nosotros y se hace intérprete de nuestras necesidades: el pan de cada día, el perdón de los pecados, la ayuda en la tentación y la liberación del mal.
Aquí está la matriz de toda oración cristiana, -diría de toda oración humana- que está siempre hecha, por un lado, de la contemplación de Dios, de su misterio, de su belleza y bondad, y, por el otro, de sincera y valiente petición de lo que necesitamos para vivir, y vivir bien.
Así, en su simplicidad y en su esencialidad, el "Padre Nuestro" educa a quienes le ruegan a no multiplicar palabras vanas, porque, como dice el mismo Jesús, "vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo" (Mt, 6, 8).
Cuando hablamos con Dios, no lo hacemos para revelarle lo que tenemos en nuestros corazones: ¡Él lo sabe mucho mejor! Si Dios es un misterio para nosotros, nosotros, en cambio, no somos un enigma para sus ojos (cf. Sal 139: 1-4). Dios es como esas madres a las que les basta una mirada para entenderlo todo de sus hijos: si están contentos o están tristes, si son sinceros u ocultan algo ...
El primer paso en la oración cristiana es, por lo tanto, la entrega de nosotros mismos a Dios, a su providencia. Es como decir: "Señor, tú lo sabes todo, ni siquiera hace falta que te cuente mi dolor, solo te pido que te quedes aquí a mi lado: eres Tú mi esperanza". Es interesante notar que Jesús, en el Sermón de la Montaña, inmediatamente después de transmitir el texto del "Padre Nuestro", nos exhorta a no preocuparnos y no afanarnos por las cosas.
Parece una contradicción: primero nos enseña a pedir el pan de cada día y luego nos dice: «No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis" (Mt 6,31). Pero la contradicción es solo aparente: las peticiones de los cristianos expresan confianza en el Padre. Y es precisamente esta confianza la que nos hace pedir lo que necesitamos sin afán ni agitación.
Por eso rezamos diciendo: "¡Santificado sea tu nombre!". En esta petición - la primera, ¡Santificado sea tu nombre! – se siente toda la admiración de Jesús por la belleza y la grandeza del Padre, y el deseo de que todos lo reconozcan y lo amen por lo que realmente es. Y al mismo tiempo, está la súplica de que su nombre sea santificado en nosotros, en nuestra familia, en nuestra comunidad, en el mundo entero.
Es Dios quien nos santifica, quien nos transforma con su amor, pero al mismo tiempo también somos nosotros quienes, a través de nuestro testimonio, manifestamos la santidad de Dios en el mundo, haciendo presente su nombre. Dios es santo, pero si nosotros, si nuestra vida no es santa, hay una gran incoherencia. La santidad de Dios debe reflejarse en nuestras acciones, en nuestra vida. “Yo soy cristiano, Dios es santo, pero yo hago tantas cosas malas”; no, esto no vale. Esto también hace daño, esto escandaliza y no ayuda.
La santidad de Dios es una fuerza en expansión, y nosotros le suplicamos para que rompa rápidamente las barreras de nuestro mundo. Cuando Jesús comienza a predicar, el primero en pagar las consecuencias es precisamente el mal que aflige al mundo. Los espíritus malignos imprecan: “¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: ¡el Santo de Dios!” (Mc 1, 24).
Nunca se había visto una santidad semejante: no preocupada por ella misma, sino volcada hacia el exterior. Una santidad – la de Jesús- que se expande en círculos concéntricos, como cuando arrojamos una piedra a un estanque. El mal tiene los días contados, el mal no es eterno, el mal ya no puede hacernos daño: ha llegado el hombre fuerte que toma posesión de su casa (cf. Mc 3, 23-27). Y este hombre fuerte es Jesús, que nos da a nosotros también la fuerza para tomar posesión de nuestra casa interior.
La oración ahuyenta todo miedo. El Padre nos ama, el Hijo levanta sus brazos al lado de los nuestros, el Espíritu obra en secreto por la redención del mundo. ¿Y nosotros? Nosotros no vacilamos en la incertidumbre, sino que tenemos una certeza: Dios me ama; Jesús ha dado la vida por mí. El Espíritu está dentro de mí. Y esta es la gran cosa cierta. ¿Y el mal? Tiene miedo. Y esto es hermoso.
El Papa Francisco llamó la atención sobre la incoherencia de aquellos cristianos que viven sin aspirar a la santidad, reconociéndose cristianos, pero actuando como si no lo fueran.
“Dios es santo, pero si nosotros, si nuestra vida no es santa se produce una gran incoherencia. La santidad de Dios debe reflejarse en nuestras acciones, en nuestra vida. ‘Yo soy cristiano, Dios es Santo, pero yo hago muchas cosas malas’. No, esto no sirve, esto hace mal, esto escandaliza y no ayuda”, señaló el Santo Padre durante la Audiencia General de este miércoles 27 de febrero.
Durante su catequesis, el Pontífice continuó “el camino de redescubrimiento de la oración del Padre Nuestro”, “hoy profundizaremos en la primera de sus siete invocaciones, esto es, ‘sea santificado tu nombre’”.
Recordó que “las peticiones del Padre Nuestro son siete, fácilmente divisibles en dos subgrupos. Las primeras tienen al centro el ‘Tú’ de Dios Padre; las otras cuatro tienen en el centro el ‘nosotros’ y nuestras necesidades humanas”.
En la primera parte, “Jesús nos hace entrar en sus deseos, todos dirigidos al Padre: ‘sea santificado tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad’; en la segunda es Él el que entra en nosotros y se hace intérprete de nuestras necesidades: el pan de cada día, el perdón de los pecados, la ayuda en las tentaciones y la liberación del mal”.
“Aquí se encuentra la matriz de toda oración cristiana, diría que de toda oración humana, que siempre está hecha de, por una parte, contemplación de Dios, de su misterio, de su belleza y bondad, y, de otra, de sincera y valiente búsqueda de aquello que sirve para vivir, y vivir bien”.
De ese modo, “en su simplicidad y esencialidad, el Padre Nuestro educa a quien lo reza a no multiplicar palabras vanas”.
“Cuando hablamos con Dios, no lo hacemos para revelarle aquello que tenemos en el corazón: Él lo conoce mucho mejor que nosotros mismos. Si Dios es un misterio para nosotros, nosotros, en cambio, no somos un enigma a sus ojos. Dios es como esas madres a las que les basta una simple mirada para comprenderlo todo de sus hijos: si están contentos o tristes, si son sinceros o si esconden alguna cosa”.
Señaló Francisco que “el primer paso de la oración cristiana es, por lo tanto, confiarnos nosotros mismos a Dios, a su providencia”. “Las peticiones del cristiano expresan la confianza en el Padre, y es precisamente esta confianza la que nos hace pedir aquello de lo que tenemos necesidad sin ansia ni agitación”.
Por este motivo, “rezamos diciendo: ‘Santificado sea tu nombre’. En esta petición, la primera, se experimenta toda la admiración de Jesús por la belleza y la grandeza del Padre, y el deseo de que todos lo reconozcan y la amen como aquello que verdaderamente es. Y, al mismo tiempo, está la petición de que su nombre se santifique en nosotros, en nuestra familia, en nuestra comunidad, en el mundo entero”.
“Es Dios quien santifica, quien nos transforma con su amor, pero, al mismo tiempo, también somos nosotros los que, con nuestro testimonio, manifestamos la santidad de Dios en el mundo, haciendo presente su nombre”, concluyó el Papa su catequesis.
Después de la Audiencia General, el Papa Francisco bendijo a Augusta, una de las jóvenes protagonistas del documental “Love” en donde se denuncia la explotación sexual; le acompañaba el misionero salesiano Jorge Crisafulli, director de la obra de Freetown (Sierra Leona).
Augusta entregó al Pontífice el documental “Love” y también el libro “Niñas sin nombre”. El salesiano explicó al Papa que ahora Augusta, tras salir de la explotación sexual, es cocinera. El Santo Padre la bendijo en la frente y también a todos los niños de los programas Don Bosco Fambul.
Según informan desde Misiones Salesianas, el Papa Francisco ha mostrado en diversas ocasiones su preocupación por el tráfico de personas, sobre todo, de los niños y niñas.
Con la audiencia del Papa acaba el viaje que Augusta y el misionero Jorge Crisafulli han realizado por Europa para acercar la realidad que viven miles de niñas y jóvenes que son explotadas en las calles de Sierra Leona, y cómo los salesianos de Freetown trabajan para que recuperen el protagonismo de sus vidas.
La joven y el misionero fueron recibidos en Bruselas (Bélgica) por Antonio Tajani, presidente del Parlamento Europeo, así como por la presidenta de Malta, Marie-Louise Coleiro. En este país participaron en el congreso ‘Lost in migration”.